El Cargo 3 (conspiración para cometer
asesinato) no era parte de la acusación inicial contra los Cinco. Fue
agregado, sólo contra Gerardo Hernández Nordelo, más de siete meses
después, cuando él y sus compañeros permanecían en prisión, en
confinamiento solitario y no podían defenderse.
Durante ese tiempo la prensa local de
Miami dio cuenta de reuniones entre el FBI, los fiscales y jefes de
bandas terroristas en las que prepararon y anunciaron esa calumnia antes
de presentarla formalmente a la Corte.
El Cargo 3 se basaba en dos premisas
absolutamente falsas. La primera era un supuesto plan del gobierno de
Cuba para derribar, en aguas internacionales, unas aeronaves
norteamericanas. La segunda, que Gerardo Hernández Nordelo era parte de
ese plan.
Detengámonos ahora en el primer punto.
Tal acción, disparar contra aviones de matrícula estadounidense en la
alta mar (lo que la ley norteamericana describe como la “jurisdicción
especial de Estados Unidos”) hubiera sido un acto de guerra. Alegar que
las autoridades cubanas planeasen realizarlo es lo mismo que afirmar que
ellas decidieron, en febrero de 1996, agredir a su poderoso vecino y
desencadenar un conflicto bélico de proporciones incontrolables. Su
resultado, cualquiera lo comprende, habría sido la destrucción física de
la isla y el fin del proceso revolucionario.
¿Había acaso antecedentes para semejante
conducta? En la larga disputa de más de medio siglo entre ambos países
no hay precedente alguno de nada parecido. En su colosal campaña de
propaganda hostil Washington jamás ha achacado a Cuba intentar atacar
militarmente a Estados Unidos.
Ni una sola vez alguien procedente de la
isla o armado por Cuba ha desembarcado allá con ánimo belicoso. Jamás
se ha producido alguna incursión cubana a las costas norteamericanas ni
contra la zona usurpada a la isla en la Bahía de Guantánamo. Nunca,
aviones o embarcaciones nuestros penetraron ilegalmente el espacio aéreo
o marítimo de Estados Unidos, ni siquiera en persecución de los que,
procedentes del norte, han agredido a Cuba en numerosas ocasiones
causando muertes y destrucción.
De hechos de ese tipo Cuba ha sido
siempre la víctima y Estados Unidos el victimario o, al menos, cómplice.
La historia de la diplomacia revolucionaria está repleta de protestas
cubanas, en incontables notas oficiales entregadas al Departamento de
Estado y en discursos y declaraciones en la ONU, la OEA y otros foros
internacionales, divulgados por los medios de prensa. Nuestros archivos
rebosan de tales denuncias y también guardan las respuestas, algunas
constructivas, de Washington, incluyendo, por cierto, las relacionadas
con las provocaciones de los llamados Hermanos al Rescate durante el año
1995 y las primeras semanas de 1996.
Nunca hubo quejas estadounidenses porque a nadie se le ocurrió en ningún momento atacar a ese país.
¿Por qué hacerlo en febrero de 1996?
¿Cómo explicar que entonces, precisamente, fuéramos a provocar un
enfrentamiento militar directo con Estados Unidos, algo que a lo largo
de los tiempos habíamos logrado evitar?
En aquel momento Cuba atravesaba su peor
crisis, vivía la más profunda depresión económica, su PIB había caído
de un golpe en más de un tercio con la abrupta desaparición de la URSS y
sus socios del CAME. No tenía aliados en una América Latina toda ella
administrada por gobiernos neoliberales y dóciles a los dictados de
Washington. Cuba no habría tenido nada que ganar y lo habría perdido
todo. Emprender una acción de ese tipo habría sido más que un suicidio,
una estupidez. Y hasta los peores enemigos de la Revolución cubana
reconocen que su política internacional se ha caracterizado por lo
contrario, por la sabiduría y la coherencia.
Afirmar que Cuba quería provocar la guerra con Estados Unidos era un insulto a la inteligencia humana.
El sábado 24 de febrero además, no era
en La Habana, exactamente, un día de aprestos bélicos. Soleada, fresca,
la jornada de aquel tibio invierno habanero parecía bien distante de
cualquier idea de pelea y mucho menos de conflicto armado. Por ningún
lado se veían desplazamientos de tropas ni equipos militares. No había
movilización o preparación militar alguna.
Había, eso sí, un gran gentío en las
calles. Sobre todo hacia el norte y el centro de la ciudad. Muchos se
agolpaban en el Malecón, presenciando una competencia náutica
internacional a lo largo del litoral. Otros se ocupaban en los
preparativos de lo que sería más tarde el último paseo del Carnaval.
Muchos, en fin, iban hacia el Stadium de beisbol para asistir a un juego
decisivo entre el equipo insignia de la Capital y su principal rival.
En la Universidad se había celebrado el
Aniversario 40 de la fundación del Directorio Revolucionario y los
participantes, combatientes de antaño y jóvenes estudiantes, compartían
el almuerzo en el Malecón desde donde veían el despliegue de personas,
alegres y despreocupadas.
Nadie, en aquella multitud, imaginaba que hacia ellos avanzaba la tragedia.
Sólo lo sabían en Washington. De ello
hay constancia escrita en documentos oficiales norteamericanos alertando
a sus centros de vigilancia de radares, varios días antes, que el 24 de
febrero habría un incidente. Como consta que el Departamento de Estado
llamó al Aeropuerto de Miami para confirmar la salida de los aviones, y
que registraron su trayectoria, desde que despegaron y atravesaron la
jurisdicción norteamericana y nada hicieron para detenerlos pese a que
lo hacían violando todo el tiempo su plan de vuelo. Todo fue reconocido
en el informe que Estados Unidos entregó a la Organización de Aviación
Civil Internacional e 1996 y en otros textos oficiales.
Desde el año anterior, además, los dos
gobiernos intercambiaban notas diplomáticas y mantenían contactos
reservados acerca de las peligrosas incursiones de Hermanos al Rescate y
sobre el proceso que Washington había iniciado contra el Jefe de ese
grupo por sus violaciones anteriores, que eran suficientes para no
autorizarlo a volar ese día. (Esa medida elemental la tomó finalmente
Washington, pero sólo después de la desgracia).
Quien nada sabía de lo que pasaba era
Gerardo Hernández Nordelo. Él tampoco podía hacer algo para evitar que
los aviones volasen ni que entrasen en el espacio cubano, ni para
desviar o interrumpir su vuelo. No era él, sino Washington quien podía
impedir la tragedia, a lo cual se había comprometido, formalmente, al
más alto nivel.
Gerardo no conspiró para matar a nadie.
Fueron otros, en Washington, los verdaderos culpables. Ellos y el
organizador de la provocación, andan sueltos, libres. Pero Gerardo fue
condenado a morir en prisión.
Allá, en Victorville, otros presos se
refieren a él como “Cuba”. Tienen razón. Gerardo es Cuba. A él lo
castigan con aberrante saña porque encarna a un pueblo que quisieran
aniquilar.
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